lunes, 14 de marzo de 2011

Los tsunamis y las revoluciones


El Espectador
Bogotá – Colombia
13 de marzo de 2011

Por: William Ospina

ALGUNA VEZ LE DIJE A UN AMIGO que no veía el motivo de alarmarse demasiado por las catástrofes de la naturaleza o los horrores de la historia.
“Siempre fue así”, le dije. Le recordé la tesis de Voltaire de que todas las edades se parecen por la crueldad de los seres humanos, por la arbitrariedad de los príncipes y la intolerancia de los sacerdotes. Para terminar, le repetí una frase amarga: “Dejaremos el mundo tan malvado y estúpido como lo encontramos al llegar”.

Pensaba yo que no había razón para estremecerse demasiado por los crímenes y las tragedias de la humanidad. Bastaba recordar que, según la mitología más difundida en estas tierras, ya en la segunda oleada de la creación Caín había matado a Abel, y en la tercera Dios, para acabar con la perversidad humana, nos envió un diluvio espantoso.

La historia, le dije a mi amigo, estuvo llena de esos horrores. Pero mi amigo respondió: “Lo malo es que la historia universal dura más o menos setenta años”. Me quedé pensando, y comprendí: en vano hablamos de historia universal, nuestra experiencia del mundo dura lo que dura nuestra existencia, y aunque nos lleguen miles de noticias de cosas que ocurrieron en otros tiempos, lo que verdaderamente ocurre, lo que maravillosamente, lo que espantosamente ocurre, sólo nos ocurre a nosotros en el plazo de una existencia. Lo dijo Macedonio Fernández: “El universo y yo nacimos en 1874”.

El extraño sabor de las revoluciones no está tanto en su desenlace cuanto en su decurso azaroso: ese inesperado derrumbamiento de la Unión Soviética hace dos décadas, esta actual e impredecible oleada de rebeliones en los países islámicos. El verdadero sabor de las catástrofes es ese que nos despierta asombrados ante la avalancha de Armero, ante el derrumbamiento intempestivo de las torres gemelas, ante esas guerras de Afganistán y de Irak, que nos han infamado la vida; o el haber visto esta semana esa ola monstruosa que en las pantallas iba arrasando ante nuestros ojos las costas del Japón, llevándose en su inexorable avance inocente centenares o miles de existencias.

Con cada vida vuelve toda la historia. Alguien tendrá que aprender el color de las rosas y el olor de la lluvia; verá el desierto lunar alzándose como un sueño sobre las cosas; y aprenderá el amor, el crimen, la felicidad. Alguien volverá a descubrir que en el orden de la naturaleza no hay progreso posible, que nadie puede hacer más bellas a las rosas ni más significativas a las estrellas; alguien volverá a delirar que existen leyes de la historia, y alguien volverá a discutir que creer en esas leyes es tan quimérico como hallar formas de leones o de doncellas en las nubes del atardecer.

Lo que vivimos habrá ocurrido innumerables veces pero también es verdad que sólo ahora ocurre, todos vivimos al borde del abismo universal. Y lo que les ocurrió a las generaciones carece en suma de patetismo, porque lo verdaderamente patético es esta incertidumbre, el patetismo de lo inconcluso que sólo nos toca a los que no sabemos todavía cómo terminará todo esto.

Es lo que nos permite maravillarnos con lo maravilloso y espantarnos con lo espantoso; saber que es ahora cuando hay que estremecerse con los crímenes, conmoverse con las tragedias e indignarse con las tiranías. ¿Otros lucharon por la verdad, por el bien, y por la libertad? Ahora es nuestro turno.

“Lo malo es que todas estas cosas vienen a dar en un fracaso irremediable”, dirá León de Greiff. Pero lo único que puede hacer grandioso ese final es haber sido dignos de esta experiencia, que las tareas de la vida no nos hayan hundido en el deshonor. Acaso surja esa verdad que le dará sentido a todo, ese ser que justificará tantos esfuerzos, esa revelación que iluminará la tiniebla. Pero si no llegaran, aún sería noble y valeroso gritar como Barba Jacob: “Sé digna de este horror y de esta nada / y activa y valerosa, oh alma mía”.

Después, no vendrá el final de una vida sino el final de un mundo. Y como en el poema de Borges: “No quedará en la noche una estrella, no quedará la noche”.

3 comentarios:

  1. Maravilloso, mágico y real, "Ahora es nuestro turno". Hermoso texto, Miguel.
    "lo único que puede hacer grandioso ese final es haber sido dignos de esta experiencia, que las tareas de la vida no nos hayan hundido en el deshonor". Una lección.
    Gracias por la nota de Ospina, un maestro.
    Un fuerte abrazo.

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  2. Hola: no tengo el tiempo ahora, pero ese título me llama a leerlo urgentemente. Apenas pueda vuelvo.
    Sólo quería que lo supieras.

    Un abrazo.

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  3. a proposito de esta nota me recomendaron leer o conocer la siguiente pagina,
    trinityatierra.com

    pagina, que habla de "la mano del hombre" y sus consecuencias...

    No se cuanto de ello es cierto y cuanto "POESIA" o directamente "puro humo". Puede que haya un poco de cierto, otro poco de poesia y poco o mucho de humo.

    es decir, si les crees a los "tipos que saben", como por ejemplo Geologos a quienes he escuchado por diversos medios, Profesores de diferentes Universidades, dicen que los terremotos y sunamis no tienen absolutamente nada que ver con lo que hace el hombre en pos de destruir, limitar, talar, quemar, condicionar, etc..........la naturaleza.

    Una cosa es el desastre que produce la mano del hombre con el Temita del calentamiento global, y otra muy diferente los fenomenos intrinsecos del planeta y sus "rajaduras" y defectos.

    No se hasta donde nos mienten, no soy especialista en el tema.

    A veces tanta informacion a la que accedemos, no se si es dañina o productiva.

    Abrazo

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